Una vez conocí a un ateo que afirmaba no
haber creído jamás en la existencia de Dios. Según su opinión, los creyentes
debían ser personas de carácter débil que sentían la necesidad de encontrar una
muleta para su incapacidad y su pereza, así que asistían a la iglesia. Se
exasperaba si, al debatir sobre religión, no lograba convencer al oponente con
sus argumentos. Despreciaba a los creyentes de una forma casi histérica. Sin
embargo, tenía un amigo cercano que creía en Dios. Ellos habían acordado
abstenerse de discutir sobre religión cuando estuvieran juntos.
Un día, este hombre, probablemente en
un extraño momento de debilidad, aceptó la invitación de su amigo a visitar su
iglesia. En su imaginación,
disfrutaba la idea de hablar en medio de la misa y reírse señalando a los
creyentes con su dedo desde el púlpito. Sin embargo, como sabemos, Dios trabaja
de maneras misteriosas. Fue a la iglesia, se sentó en las bancas de atrás, y
miró fijamente a la gente rezando.
El servicio religioso comenzó y él
observó a la gente con sarcasmo. Entonces comenzó el sermón, que duró
aproximadamente 15 minutos. De repente, en medio del sermón, sus ojos se
llenaron de lágrimas. Un extraño sentimiento de tranquilidad y alegría
transformó su hostilidad, un sentimiento que envolvió todo su cuerpo. Después
de la misa. Los dos amigos partieron juntos. Se mantuvieron en silencio hasta
el momento en que se separaban sus caminos, cuando le preguntó a su amigo si
podían volver a la iglesia juntos en otra ocasión. Acordaron ir de nuevo al día
siguiente.
Es posible que ya hayas adivinado que
yo era ese ateo terco. No había sentido nada más que desprecio y odio hacia las
personas de fe. Pero después de ese sermón en 1989, cuando el sacerdote dijo
que no debemos juzgar a los demás si no queremos ser juzgados, mi vida dio un
giro repentino y dramático.
Comencé a asistir a los servicios de la
iglesia con regularidad y estaba sediento de cualquier información respecto a
Dios y Jesucristo. Tomé parte en reuniones con jóvenes cristianos donde
intercambiaban sus experiencias espirituales. Me sentí renacido.
Repentinamente, sentí la necesidad de estar en compañía de los creyentes.
Necesitaba recuperar los 18 años anteriores.
Fui criado en una familia atea, que
aparte de haberme bautizado, no hizo el más mínimo intento por guiarme en mi
desarrollo espiritual. Recuerdo estar en sexto grado cuando un camarada fue
enviado por el Partido Comunista para explicarnos por qué Dios no existía. Me
recuerdo absorbiendo cada una de sus palabras. En mi caso, no tenía que
convencerme. Creía todo lo que decía. Su arrogancia, desprecio y odio hacia los
creyentes, se hicieron míos. Pero ahora tenía que recuperar todos esos años.
Me reuní con un sacerdote y con otros
que me guiaron en esta nueva dirección. Tenía muchas preguntas que ellos
respondieron. Más adelante me di cuenta que había cometido un gran error: Había
aceptado todo sin meditarlo ni reflexionar. Podría decir que ellos me
explicaron las cosas de manera “tómalo tal como te lo damos”, pero eso no sería
justo con ellos. En realidad, fue mi error. No reflexioné sobre sus palabras ni
pensé de forma crítica. Esto me causaría muchas complicaciones después. En
retrospectiva, creo que un factor importante que influenció mi comportamiento
fue mi edad. Era demasiado joven para comprender apropiadamente asuntos tan
serios y complicados como la fe.
Deseaba convertirme en un buen
cristiano, y Dios sabe que lo intenté muy duro. Sin embargo, con el tiempo, no
podía reconciliar las contradicciones encontradas en la Biblia, como la
naturaleza divina del Profeta Jesús y el concepto del pecado original. Los
sacerdotes trataban de responder mis preguntas, pero eventualmente su paciencia
comenzó a acabarse. Se me dijo que tales asuntos debían ser aceptados
simplemente por fe, y que esas preguntas eran una pérdida de tiempo, que sólo
servirían para distanciarme de Dios. Hasta el día de hoy, recuerdo discrepar
con un líder espiritual, un evento que despertó nuevamente mis tendencias
autodestructivas. Quizás, después de todo yo no estaba en lo correcto. Era
demasiado joven.
Cómo me hice musulmán
Mi camino hacia el Islam no fue fácil
en lo absoluto. Quizás pienses que una vez me desilusioné del cristianismo,
habría aceptado de inmediato el Islam como mi fe. Esto podría haber sido muy
simple, pero todo lo que sabía del Islam en esa época eran cosas como que los
musulmanes se refieren a Dios como Allah, que leen el Corán en lugar de la
Biblia, y que adoran a alguien llamado Muhammad. Además, pensaba que no estaba
listo para aceptar el Islam.
Así que abandoné la comunidad de la
iglesia y me declaré un cristiano solitario. Descubrí, sin embargo, que aunque
no extrañaba la comunidad de creyentes o la iglesia, Dios se había “asentado”
tan profundamente en mi corazón que no podía dejarlo ir. Ni siquiera lo
intenté. Todo lo contrario. Me sentía feliz de tener a Dios cerca y esperaba
que Él estuviera de mi lado.
Después comencé a participar en una estupidez tras otra, viviendo una vida de lujo y lujuria. No me di cuenta que ese camino me alejaría de Dios y me llevaría hacia el Infierno. Un amigo mío dice que uno necesita tocar fondo para sentir el suelo bajo sus pies. Eso fue exactamente lo que me pasó. Llegué muy bajo. Apenas puedo imaginarme cuánto había esperado Satanás por mí con los brazos abiertos, pero Dios no me abandonó y me dio otra oportunidad.